Cae la tarde en Sabiñánigo y Julio Gavín se despide en silenciosa quietud, con implacable sosiego ante la arquetípica estampa por todos temida.
Este activista de la vida, cruzó el mapa de Norte a Sur, una vez tras otra, y como viajero renacentista, trajo a las tierras de Serrablo, tras largas cruzadas, pequeñas telas y grandes lienzos, derroche de arte, reconocidas firmas. Dotó así de vida el Museo de Dibujo de Larrés y las tantas iglesias recuperadas.
Como anotó Garcia Calvo ¡se canta lo que se pierde!. Quienes le conocimos nos vemos abocados a detenerlo, a pararlo con las manos, a profanar con el máximo cuidado los retazos de su vida que pueblan nuestra memoria. Es obligado que su obra continúe; que la antorcha encendida pase de mano a mano, quizás somos meros portadores y en ello reside el auténtico sentido de la vida.
Hombre de conocimiento global, Julio no coqueteó con el ego, si no con el -sí mismo-.
Como el propio Kandinski no buscaba en sus lides la apariencia, si no la esencia. Al igual que Meyerhold, prefería alcanzar la emoción a través del movimiento y no por los lastres del recuerdo.
Julio Gavín nos deja un tanto huérfanos. Pero como hombre de hondos principios no nos abandona en el abismo; nos lanza como Ariadna el hilo, para que podamos salir del laberinto.
© CORAL PASTOR. Junio 2006